sábado, mayo 28, 2011

Acantilados de papel, 360: Correo interior


Dionisia García

Correo interior

Renacimiento, Sevilla



H
e leído detenidamente Correo Interior (Renacimiento, Sevilla, 2009). La lectura ha sido sabrosa y reflexiva. Y desde que “Alejandra puso los pies en la pequeña alfombra(21), hasta “… ese impulso que nos da la vida(174) con el que se cierra el libro, he experimentado la más alta motivación.

Porque la autora es mi amiga y, como leí en un texto de Maritain, los que mejor perciben la obra de arte son los amigos del artista, que saben lo que éste ha querido decir. Porque los personajes queridos de Alejandra son mis personajes queridos: prima Genoveva, Adrián, abuela Teresa a modo de estrella fugaz, Herminia, Juan Antonio, Sara…, subrayan esa motivación en la intensidad de mi lectura. Y porque Alendero, ese “pueblo del interior(70), me enamora, el que “se dejaba caer en el declive de un cerro(34), con “la plaza donde se encontraban los Caños, nombre dado a la fuente cuyo venero parecía no agotarse nunca(34), y donde “el hermoso cielo recortaba los cerros color elefante(33), y en el que tal vez “se muere mejor que en otra parte(54). Con este preámbulo intento justificar que ha habido una percepción altamente subjetiva y emotiva en la lectura de Correo Interior.

No obstante, hay otra dimensión más objetiva que me hace valorar el libro de la escritora, y es que en sus escritos llena cada palabra y la cuida, no dice por decir, plasma belleza en cualquier cosa rutinaria para los demás. Dice lo máximo con las mínimas palabras. Yo a esto le llamo bien hacer. En el momento actual, mucha literatura está herida de muerte, pues es literatura/mercado, libros/producto, autores/estrella, editoriales/negocio… ¿Literatura? ¡Dios mío!

Otro fenómeno patológico de la carencia de literatura se encuentra en el desmadre de publicaciones zafias, por la facilidad de “hacer público” cualquier ocurrencia en Internet y medios de comunicación. Y en este escenario de literatura artificial, otro síntoma de decadencia es la desnutrición intelectual en los escolares por la falta de lectura y del uso de la palabra oral y escrita, que desencadena una problemática intelectual, psicológica y personal.

En contraste con esto, un libro como Correo Interior está impregnado de lo que sale del alma de la escritora, lo que ha percibido su ojo de artista. ¡Es un libro vivo!


En Alendero pasan las estaciones del año, inclementes y bellamente expresadas: “… ofrecía el invierno su luz tamizada, que acompañaba bien al ‘telaje’ del cielo. Nubes deshilachadas dejaban ver apagados azules. Todo parecía preparado para el letargo del frío(64). Y en primavera pone en primer plano a Abuela Teresa: “En dicha estación, se oían los primeros saludos de la mujer en la soledad del patio. Atendía la cuidadora macetas de yerbas olorosas, entre ellas yerbabuena, utilizada para la sopa de cocido; curaba un poco el sabor de las grasas y daba un gusto familiar al caldo espeso. La toronjina también era una planta apreciada por abuela Teresa, no sólo por su buen olor, sino como remedio para tonificar el organismo”(64); “… sin olvidar el cubo de cinc(65).


Entretejidos en el envoltorio espaciotemporal de Alendero están los relatos, doblemente artísticos, de los hábiles artesanos, como los leñadores Cámara, orgullosos de serlo: “A los niños, mayores y pequeños, les gustaba presenciar los movimientos de los hombres, compaginados con una especie de quejido bronco, emitido al descargar su fuerza sobre la hendidura del tronco. Dicho sonido se oía, a veces, como aullido animal, un tanto contenido cuando la descarga se preveía más intensa. Los pequeños curiosos eran avisados con insistencia sobre el peligro que suponía estar cerca del leñador, porque podrían saltar astillas y lesionar a los presentes(62). Tomás el herrero, siempre sonriente, trabajando con maestría el hierro: “A veces, eran dos los hombres, según los materiales trabajados, quienes se conjuntaban, alternando la caída del martillo sobre el yunque, dando lugar a un ritmo que poco a poco adquiría rapidez, quizá porque los hombres se perseguían, enardecidos por el fuego y la fuerza, satisfechos de haber vencido la dureza de un material como el hierro(39). Y necesariamente ha de mencionarse la destreza del gachero Crescencio, “… su modo de coger el mango del utensilio con la finalidad de hacer saltar la torta en el aire y darle en él la vuelta, recogiéndola de nuevo en la sartén(73). Suscitaba la admiración de los espectadores, y “La mirada de Crescencio también parecía de fuego…”(74). Cada una de estas representaciones, con una banda sonora vibrante, embellecerían el guión de una película.


Como amante de la pintura, se activa mi emoción en los cuadros descritos en el entorno del poblado, como lo nombra la autora. La belleza silenciosa de las llanuras en el ocaso: “Los atardeceres en la aldea mantenían la luz sobre escenarios donde la belleza descansa sin pretensiones de ser admirada, porque pertenece a la soledad de los campos, y a ella se entrega en los ocasos retardados(162). Perspectivas sublimes desde lo alto del cerro donde juegan los pequeños alendereños: “El cielo ofrecía variado espectáculo: nubes algodonosas salpicando el azul, junto al vuelo de los vencejos, y las luces que inician su parpadeo en el pueblo(40). Hasta convertirse en una reflexión filosófica. “El paisaje se dignificaba y trascendía desde el Cerro de las Estrellas(40).

En el relato se van insertando retazos de historias, verídicas al ser recuerdos de Alejandra, que revelan esas originalidades que se encuentran en la condición humana. En la tierna sensibilidad de la autora se graba como un sello, impacto infantil, la contemplación de la mujer con el haz de leña un día de nieve y la brutalidad del hombre que iba con ella: “La pequeña la siguió con la mirada mientras pudo. Después, abandonó el improvisado mirador y corrió hacia el halda caliente de abuela Teresa, sentada junto al fuego. Sus ojos miraron con fijeza las brasas. No dijo nada. No sabía expresar cuanto sentía en su corazón”(66).


Es verdad que la pequeña Alejandra tiene una sensibilidad prominente, pero en su crecimiento aflora toda una antropología infantil que Dionisia muestra de forma maravillosa. Por eso se le graban los cuentos de Aquilina(52), el alumbramiento de la cerda Tara(87); las pestañas blancas de Dimas, el vendedor de harina; la mula ciega que daba vueltas a la noria. Y como los demás niños, disfruta de las cosas que la vida ofrece, encontrando con entusiasmo lo que en ella pueda haber, como el paseo en trillo por la era: “Allá iban los pequeños pasajeros, puesto que eran varios, en el trillo tirado por una bestia, transporte a modo de vuelo sin más asidero que los cuerpos abrazados cuando intuían el peligro; emocionados, a la vez, en el viaje circular que les concedería un punto más de valentía ante los compañeros de juegos. Bajaban del improvisado vehículo y quedaban, quietos y callados, fuera del recinto de la era(51). La nieve como espacio para jugar: “Los vecinos más pequeños salían una y otra vez a la calle para lanzarse bolas de nieve. Alejandra, una vez más quiso incorporarse al juego. Abuela Teresa cedió tras algunas recomendaciones(68); “Repetidas veces puso las manos para percibir en las palmas aquella maravilla”(69).

Dando un salto a la adolescencia, plasma la autora los años de colegiala. Es muy interesante ver la fidelidad intangible a lo propio, a su padre Adrián, a abuela Teresa, a la aceptación de Herminia y su aportación, a Alendero, del que no se desprende a pesar del contraste entre la capital de provincias y la sencillez del pueblo de interior, el ir y venir, el participar en la “recogida de la rosa” y deleitarse con Bécquer, el subir peldaños de cultura y mantenerse idéntica a sí misma. Lo que le permitía “… escribir guiones teatrales que eran representados en los sitios más insospechados: cuadras, patios o cámaras(162). ¡Que bello contraste! Y… “A pesar de la estancia en el internado, Alendero seguía siendo el centro vital de Alejandra(162).


En el cañamazo del libro también hay sabores: a “queso y tocino fritos”, a “leche de cabra con magdalenas, cuyo sabor incomparable no ha logrado la invitada recobrar(33). Y mucha vida en las calles del Agua y Méndez Núñez.

Por más cosas de las mencionadas, el libro es “literatura de la buena”. No pesa, ni ha salido a la luz con el poderío mediático. Es un libro puro, en él hay cascadas de palabras luminosas, sencillas y cultas en la hermosa lengua castellana. Se retrata, se pinta, se medita, se transmite. La escritora escribe desde el alma.

Quien escribe suele situarse en una parcela del mundo(17), dice la autora en la nota a los lectores, y es que “Alendero sigue siendo para Alejandra un lugar recordado y querido. Allí vivió, con los seres amados, una etapa de su existencia que la marcó para siempre(146).



Ángela García García

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