sábado, abril 16, 2011

Acantilados de papel, 353: La caminante de música


Maria Luz Escuín inició su andadura editorial en 1975 con el poemario Extrasístole. Hoy, treinta y cuatro años después, nos sorprende con La caminante de música (Endymion Poesía). Entre ambos, ha publicado Los versos en peligro (Incipit 1995) y Empleo terrenal (Devenir 2001). Además, su poesía ha ocupado las páginas de algunas Antologías como Poetas heterodoxos andaluces (1978), Las diosas blancas (1985) o Ilimitada voz (Antología de poetas españolas 1940-2002) de José María Balcells.

La Caminante de música me ha llegado de la mano de la propia María Luz, junto al saludo de una amiga común, la gran poeta Juana Castro, y nada más abrir el libro he comprendido por qué fue seleccionada para formar parte de la Antología Poetas heterodoxos…: su característica más visible es precisamente ésa, la heterodoxia. Esta caminante de música nos pone en contacto con una voz distinta, sorprendente por el uso que María Luz hace de la sintaxis y por su forma de tender puentes invisibles entre las palabras.

Caminar por este libro es una aventura y, como toda aventura, conlleva sus riesgos. Ya el título suscita numerosos interrogantes: ¿Qué rutas seguirá esta caminante? ¿Qué música será su música? Intentar responder a priori éstas u otras preguntas resultaría infructuoso pues advertimos pronto que las palabras de María Luz no siempre son lo que parecen: son algo más, o algo menos.

El libro podría muy bien ser una caja de música, también la caja de Pandora, incluso una caja de resonancia (“el cuerpo / la poesía”) en la que las letras, las palabras, en su proximidad, dibujan pentagramas para que ruido y melodía, sin estridencias, puedan aliarse en un mismo espacio (caminante) – tiempo (música).

Traspasados los umbrales del título y de la dedicatoria (“A mis hermanos Sole y Ramón”), nos da la bienvenida una cita de Derrida que nos advierte de los riesgos del poema y, por extensión, de la lectura del poema:


Todo poema corre el riesgo de carecer de sentido

y no sería nada sin ese riesgo.


Desde luego, la poesía de María Luz corre ese riesgo, y el lector también porque, de manera inusual, se ve inmerso en una “poesía electricidad”: una especie de desfibrilador que a golpe de descargas puede prolongar la vida y el verso.


Tres son los espacios y los tiempos que María Luz compone para su “caminante”: “La caminante de música” (29 poemas), “Poemas a la muerte de mi padre” (22 poemas) y “Mis nombres” (18 poemas). Tres tempos que van decreciendo a medida que el sujeto poético se encamina desde la idea genérica del ser (“el hombre”) hacia una visión más íntima (“el padre”), más personal (“mis nombres”) de la existencia.

A diferencia de otros escritores, a los que hay que leer entre líneas, María Luz nos invita a leer entre palabras. Su gran capacidad para llevar la elipsis hasta límites insospechados, con una economía del lenguaje extraordinaria, hace que sea entre las palabras donde se escriba su poesía: en ese sutil silencio que las reúne a la vez que las separa. Y esto, para cualquier lector, para un lector cualquiera, exige una gran atención, ya que adentrarse en el “universo” que circula entre las palabras de María Luz obliga a mirarse en múltiples espejos (cóncavos y convexos) y a escuchar simultáneamente varias melodías, mientras el ruido, estertor a veces, se filtra por cada fisura haciendo que nuestro caminar “incierto” tropiece a cada paso.

En su conjunto, el libro reproduce la paradoja de un itinerario vital: “vacío/lleno”, “somos/no somos”, “aparecer/desaparecer”. Un destino común que la poesía de todos los tiempos ha cantado desde ángulos diversos. En estas páginas, María luz se adentra en las estancias del tiempo: ése que pasa y que nos va dejando huérfanos de casi todo: palabras, seres queridos…, el habla, salvo de recuerdos: “con los recuerdos / mutismo desclavé”. Un recuerdo-espejo de lo inevitable: “todo ha de morir”, “yo soy muerte”. Una muerte que sólo la poesía “vinagre verso” puede retardar porque la poesía-sangre, la sangre-palabra se convierte en recipiente de todo, incluida la muerte “del padre de todos mis cuentos” y del nombre de todos “mis nombres”. Pues la poesía puede, cual canto de gallo, repetir tres veces lo evidente: “yo soy mi muerte” y desde la repetición “negar”, exorcizar el paso inexorable del tiempo. La poesía puede trasladarnos a ese lugar, a ese tiempo que sólo desde el lenguaje es posible construir: el de la infancia-paraíso, “saltimbanqui letra”. Y si es cierto que “del lenguaje venimos” y “por él somos”, y si sólo el lenguaje es “el verdadero cambio de estado”, sólo desde él perdurará “la poesía electricidad” capaz de acoger todos los nombres a pesar de lo que cuesta decir “la vida de tu nombre / el nombre de tu vida”.

Desde el lado más físico, más visceral del lenguaje, María Luz se sumerge con sus versos en esa “duración bisílaba / voz de sus letras” que es la vida: vida y poesía: aire, soplo necesario para que suene el instrumento que hará que la caminante sea realmente caminante de música. De su mano, el lector podrá deslizarse por sus grietas y contemplar desde los abismos cómo se van recortando las distancias entre principio y fin, entre vida y poesía: una poesía-música engendrada por el amor de las palabras.


Ángela Serna
Cortesía de
Ágora papeles de arte gramático

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