La oscuridad sólo era rota por la tímida luz que entraba por una ventana, rendija más bien, situada a tanta distancia del suelo que ni dos hombres, encaramado uno sobre los hombros del otro, hubiesen podido alcanzarla.
Un posible visitante hubiese sufrido arcadas sólo con entrar allí, pues apestaba a excrementos humanos y orines, mezclado con el hedor agrio de alimentos en descomposición. Nada se movía, nada podía vivir en aquella hedionda estancia que pronto adivinaría el imposible visitante, que era una mazmorra de castigo. Si las había, no se veían ratas, aunque algunos chillidos podrían confundir.
Pero la realidad es que seis largos años ya hacía que aquella ergástula era ocupada por un prisionero, y que sólo la abandonaba para sufrir los más abominables suplicios que podía imaginar la perversa mente del dominico Guillermo Imbert, el Gran Inquisidor de Francia.
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