El fuego chisporroteaba alegre en el claro del bosque. Era el único sonido que rompía el extraño silencio nocturno de un mundo que debería estar siempre rebosante de vida. Horas antes, dos hombres echaron pie a tierra, estirando las piernas tras un largo camino, y dejaron a los caballos piafar libres por los alrededores, aunque ahora, en la noche, los amarraron cerca del campamento. Dos liebres se asaban al fuego, espetadas en un largo y puntiagudo palo, sostenido por la segura mano de uno de ellos, a quien se conocía como Eostes odenhida. Las llamas dibujaban en su rostro caprichosas sombras, jugueteando con ellas, dándole el aspecto de un genio del bosque. Pero no lo era, pues, de haberlo sido, hubiese entendido el aullido que se escuchó en aquel momento, cuando el Gran Duque Carabó, Señor de las Aves, desde una alta rama, quiso ponerles sobreaviso del peligro que les acechaba.
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